Tuesday, June 19, 2007

Despedida de soltera
Llegábamos tarde porque a las 15.15h de un sábado es la hora de la siesta. No de llegar en metro desde una punta a la otra de la Diagonal. La cosa comenzaba en la zona alta y ya apuntaba a que iba a ser una jornada “con clase”. El móvil sonó 15 minutos después de la hora acordada. Estábamos llegando y éramos las últimas. Ante la puerta del Corte Inglés nos esperaban un grupo de chicas de las que ya casi no recuerdo los nombres. Besos al aire y “vosotras vais con éstas”; de esta manera la cuñá del novio decidió que las novias de los amigos del novio –es decir, las de relleno– iban juntas en el coche hacia la excitante aventura del kart racing.
De camino, las dos intrépidas participantes en la despedida se dieron cuenta de que tenían dos opciones: saltar por la ventana o aguantar como campeonas. Así que se decidieron por el estoicismo a pesar de que viajaban con la Esther y la Marta que comentaban la última entrevista de Salsa Rosa a ritmo de reggetón. Al llegar al circuito indoor observaron con estupor que sus compañeras iban a tomarse una copa antes de conducir los karts. Ellas se conformaron con una cerveza, aunque vista la gente que poblaba el lugar y los golpes que se llevaron en el coche deberían haber seguido la estela marcada por las organizadoras de la despedida. En esta primera parte hubo dos momentos emocionantes: uno fue el agradecimiento de la novia por la asistencia de las dos acoplás, lo que les hizo darse cuenta de que no iban a poder escaquearse de la cena-colofón del acto; el segundo fue la frase de las nengs adictas a los programas del corazón “aquí tenemos que volver los cuatro, tía”.
La cláusula descrita en el “juramento de despedida de soltera” (que previamente habíamos recitado y firmado) como ‘ceremonia de humillación pública’ fue sin duda la mejor. Después de un rato de sorbitos de sangría en un bar acompañamos a la novia en una ruta por la zona alta de Barcelona disfrazada de homeless y la jaleamos mientras la obligábamos a limpiar cristales en los semáforos de los coches, mendigar pastas en las panaderías y vender cleenex por la calle. Cabe decir que el comportamiento de la protagonista fue completamente y en todo momento ejemplar.
Las jóvenes intrépidas volvieron a su casa en coche con sus nuevas amigas para cambiarse de ropa antes de la cena. Por el camino escucharon cómo se referían a los chinos despectivamente con el nombre de trolls y cómo sostenían la teoría de que la gente que vivía en el Raval –sin excepciones– era sinvergüenza, mala, cabrona, etc. y que además, oh! gran delito! no cruzaban por los pasos de cebra (por todo el mundo es sabido que éste hábito sólo se da en el distrito de Ciutadella, claro…) Antes de bajar nos recomendaron que, puesto que íbamos a cenar en un sitio con clase y donde sólo entraba gente selecta, nos pusiéramos zapatos de tacón (para ellas, un símbolo donde los haya de la distinción más absoluta, aunque sean de color rosa chile, de plástico y con tacón de aguja, como más tarde se comprobó). Imagino que la puntualidad no está reñida con la clase, porque llegaron una hora tarde.
Pese al glamour que se había descrito en el coche hablando del sitio, el garito resultó ser guiri-pijo-land y las intrépidas y pobres jóvenes hubieron de pagar una pasta por una cena que la mayoría ni probó (postres incluidos) y encima tuvieron que tomar lambrusco. Eso sí, la despedida ya había terminado, la novia estaba contenta con su asistencia (aunque no muy segura de su futura boda) y lo más importante: ¡habían sobrevivido!

Tuesday, June 05, 2007

Cepillos de dientes
Me he marchado de fin de semana y me he olvidado el cepillo de dientes. Es uno de los peores objetos que puedes olvidar en el neceser porque, entre otras cosas, nadie te puede prestar el suyo. Si llegas a un hotel no pasa nada porque normalmente te ponen de esos de plástico asqueroso que no puedes usar más de tres minutos porque de dan ganas de vomitar. Es un objeto tan personal que tener un cepillo de dientes en casa de alguien comporta un vínculo de unión especial con esa persona. Incluso el acto de lavarse los dientes es personal. Una vez me explicó una persona que cuando tenía que lavarse los dientes fuera de casa se metía en el baño de minusválidos porque no le gustaba que le vieran metiéndose el palito hasta el fondo de la boca llena de espuma. Yo creo que no es para tanto pero claro, visto así...